21.10.08

postal 1

Los conocí en la cafetería del Park Inn en Charles de Gaulle, París. Ellos habían perdido su vuelo, a mí no me habían dejado embarcar el mío. No quedaba mucha comida, los restos de un cous coous aguado y frío, verduras al vapor que parecían totalmente deshidratadas y migajas, muchas migajas. Avancé hacia el final de la mesa y encontré una botella de vino tinto. Me senté con los ojos reventados, con los surcos de algunas lágrimas delineados por el maquillaje y bebí de la botella. Entonces comenzamos a hablar y cuando nos echaron de la cafetería, fuimos los tres juntos al bar. Yo quería marcharme a la habitación, dormir y olvidarme de todo, pero insistieron en que me quedara, que ellos me pagaban cualquier bebida que quisiera y que, de hecho, no pagaban ellos, pagaba la puta empresa a la que detestaban abiertamente.
Decidí quedarme. Guardé la botella de vino que había robado del comedor en el bolsillo de mi abrigo y pedí más vino. Conversamos de por qué estábamos ahí, en tránsito, pero en un tránsito estancado, de los cambios de leyes sobre la validez de los pasaportes, de Estados Unidos, de España. Los dos parecían muy aburridos con todo, incluso con su amistad. Habían ido a Alemania a trabajar como consultores y lo único que querían era llegar a casa. Eran amigos del trabajo, pero en cuanto lo dijeron, no parecían tan convencidos, parecían cansados, pero luego noté que debajo de la conversación, debajo incluso de las servilletas y de los manteles, se reían de una manera que yo no podía entender y se decían cosas que a mí me resultaban horribles y no se enfadaban, sino que soltaban esa risa sin abrir la boca, pero que emanaba un tufo insoportable, y luego continuaban hablando como si nada. Intenté marcharme un par de veces, sobre todo durante los silencios, pero ellos insistían en que me quedara.
Él era un poco regordete. Pelado. Llevaba gafas. Un pantalón grisáceo, aunque no fuera gris, pero iba a juego con toda su personalidad. Gris, amarillento, fláccido. Una camisa de color ladrillo, un jersey incoloro. No me miraba a los ojos, pero a ella sí y sólo cuando la miraba y le hacía algún comentarios burlón, se le escendían los colores. Como si la burla fuera un fluorescente que llevara dentro. De vez en cuando lo descubría mirándome de reojo mientras tomaba el vino. Eso me puso un poco nerviosa. La imagen de mi madre apareció en el rostro del camarero, un joven francés que se reclinaba exageradamente sobre la barra cuando yo intentaba hablarle. Cuidado con beber lo que te invitan extraños. No aceptes nada de extraños. Pero yo ya había aceptado y lo único que me quedaba por hacer era seguir bebiendo, seguir hablándoles poco, seguir riéndome de la manera en que se hablaban y se reían, de la manera en que estaban sentados, del aura de derrota que llevaban encima y sobre todo de que no les importara un pito absolutamente nada.
Ella era muy delgada y creo que se llamaba Lydia. Llevaba media melena. Tenía los ojos muy oscuros y estaba con una terrible alergia. Tenía la nariz muy roja y un moquillo continuo deslizándose por la nariz. En la mano izquierda tenía papel higiénico o servilletas que se llevaba sistemáticamente a la punta de la nariz, procurando evitar la caída del moco. Era guapa y era la más insistente en que me quedara. Al principio pensé que era un rollo maternal, pero luego, además de percatarme de su juventud, la manera en que se movía y su apatía frente a todo, excepto a que quizá yo debía considerar dormir con ellos esa noche, algo me hizo cambiar de opinión.
Hacia el final de la noche, cuando ya nos parecía que no quedaba nadie más en el bar, aunque éste no fuera el caso y en realidad fuera aún temprano y el camarero siguiera con ganas de servirnos otra copa, ella mencionó a su hija. Él enseguida hizo un gesto terrorífico. Se quedó mirando su copa y se le retorcieron los labios sin que esto perturbara su mirada. Yo continué mirándola, interesada por saber lo que había pasado con la hija. Hubo un silencio o quizá un murmuro, algo que yo, nuevamente, no podía entender, y como ya me había, más o menos, acostumbrado a no entenderles, bebí un poco más. Luego comenzaron a reirse y ella dijo, ay, es que la pobre es tan fea.
Es la verdad, dijo él, esta vez mirándome fijamente, es muy fea la niña.
Cuando me la trajeron a la habitación casi me muero del susto. Y yo pensaba que con el tiempo cambiaría, pero no cambia nada, es horrorosa.
Hombre, tampoco seas así, todavía hay tiempo, joder, que la niña tiene sólo dos años.
No me apetece nada volver y verla, me dijo, y luego bebió un poco más.
No sabía si reirme o si debía decir algo. Decidí también beber un poco más pero sin decir nada, mientras ellos continuaron hablando de la fealdad de esa niña. Yo pensé que el padre debía ser muy feo o que quizá la niña tenía alguna puta malformación. No pregunté. Al cabo de pocos minutos ya estaban riéndose otra vez, pero esta vez se reían de la niña. Y no es que hubieran empezado a hablar de la niña fea con solemnidad, no, siempre en sus voces había una fisura por la que se escapaba un gesto irónico, algo de sarcarsmo, o quizá puro asco,pero ahora estaban derrochando risas.
Decidí que ya era la hora de marcharme.

2 comentarios:

JAKKOBO dijo...

yeyeyeyeyeeyeyyeyeyeyeyeeyyeeyeyeyeyeyeyeyeyeyeyeye!!!!!!!!!!!!!!
De nuevo on board!!!!!
Arriba la DECREPI-TÚ-D!!!!

je suis d'ailleurs dijo...

Arriba el DECRE-PITO!!!!
Ahora podemos bombardearnos otra vez!!